El estruendo me sacó de mis cavilaciones, caminé por el corredor en penumbra, sigilosa, como presintiendo que lo que encontraría no sería agradable, pero deseando en el fondo, que mi sensación se debiera a esa tendencia paranoica que tengo ante lo desconocido.
Hacía un silencio sofocante, común en aquellos días del verano barcelonés, como si el sopor y la quietud de la hora de la siesta se condensaran en una masa espesa que opacaba el sonido a modo de sordina.
Ya el día anterior, al llegar a esta casa, que me daba la bienvenida sin la amabilidad de sus anfitriones y el alboroto de los niños, había tenido la impresión de estar en una escena de esas películas que comienzan con la protagonista llegando a un lugar aparentemente acogedor, que a medida que avanza la trama se convierte en un lugar aterrador.
Al entrar por primera vez, la casa cerrada me ofreció un olor a aire inmóvil, lo bichos merodeaban sin temor a ser perturbados por moradores más civilizados, la luz se abría paso con dificultad, dando esa impresión de casa dormida pero viva, quizás peligrosa o tal vez nido cálido que cobija vidas alegres y plenas, en ese momento ausentes.
Mientras terminaba de instalarme en la habitación de huéspedes, escuchaba el aleteo y grave zureo de las palomas en el exterior de la casa. No podía dejar de visualizar a las bandadas como una horda de ratas aladas, abalanzándose salvajes en busca de comida y cagándose en todo a su paso. Trataba de entender sin conseguirlo, la razón por la cual la gente insiste en alimentar a estos engendros lúgubres como si fueran adorables criaturas. Entonces escuché el sonido seco. Al acercarme descubrí un pequeño pozo de sangre, me detuve. El silencio continuaba dentro de la casa mientras los sonidos exteriores combinados con la visión de la sangre, me permitían formarme una imagen clara o más bien distorsionada de la situación. Al acercarme un poco más, salió de la nada y sin que pudiera anticipar un movimiento, una especie de bola negra con alas batientes, que se desplazaba rápidamente a ras del suelo, dejando en su movimiento violento, un rastro de sangre restregada.
Quedé paralizada en medio del corredor. Cualquier persona en mi lugar, sencillamente hubiese ido tras ella para resolver la situación por exterminio o desalojo. Pero la imagen de aquella figura siniestra me llenó de ese miedo a las sombras que a veces se me mete en el cuerpo. Con cautela, casi flotando sobre el suelo, me desplacé por la casa, descartando lugares dónde hubiese podido esconderse, cerrando puertas y pasadizos de manera de reducir al mínimo espacio posible la búsqueda de esa cosa.
Finalmente el área de búsqueda se redujo al salón. Estaba segura de que estaba allí, quieta, observando mis movimientos como un espectro nocturno que no le teme al mediodía. Busqué, por todos los rincones, con la esperanza de no encontrarla. Después de todo estaba mal herida, tendría sólo que esperar al día siguiente para recogerla muerta.
Limpié la sangre asquerosa, clausuré todo acceso al salón y esperé al día siguiente. Quede así confinada a un sector de la casa, cerrando puertas y ventanas para evitar la presencia de otros visitantes indeseables. En medio de ese encierro voluntario y con la tarea postergada, quedé inevitablemente excluida por mi adversaria a un espacio reducido, igual que ella.
Desde que el hecho me sorprendió justo en aquel pensamiento sobre las palomas, tuve la sensación de que el golpe y la sangre era una respuesta iracunda de ella a mi desprecio, estaba allí como signo macabro que anunciaba una muerte. Esa noche se me apareció en sueños, me atormentaba con su aleteo incesante y me manchaba de sangre mientras procuraba picotearme los ojos y los oídos.
Desperté sobresaltada por las palomas que revoloteaban en el tejado del edificio de enfrente. El sol anunciaba un nuevo día y el apremio por la tarea pendiente. De inmediato, como buena carcelera, fui a pasar revista a la rea. Con suerte estaría tiesa y desplumada. La divisé en un rincón, al lado del sofá, inmóvil. Me puse los guantes de hule dispuesta a recogerla, pero al acercarme, reveló su estrategia de muerte fingida y se vio complacida por mi humillación, cuando salí corriendo despavorida. De reojo, pude ver que tenía cercenada la mitad trasera del cuerpo y parecía tener la energía de los muertos revividos.
Llevé tiempo en recuperarme, enlazaba una imagen con otra y la sensación de angustia se me clavaba en el pecho. El ave maligna se había escondido debajo del sofá, simulaba estar asustada, pero en realidad se alimentaba de mi miedo y se hacía más fuerte. Moví el sofá con cuidado para dejarla al descubierto y me di cuenta con repugnancia cómo había cagado por todos lados marcando el territorio ocupado. Un extraño furor removió mis vísceras, no estaba dispuesta a aceptar esta versión cutre del cuervo de Allan Poe y fui yo quien le dijo a ella nunca más. Entonces, el miedo se convirtió en rabia y emprendí la cruzada contra la paloma negra. Como por obra de dioses oscuros, se movía con rapidez desplegando sus alas o con su paso tintineante y burlón, no había rastros de sangre y su cuerpo estaba entero. Después de muchas persecuciones y hostigamientos, finalmente logré atraparla. Presionaba con mis dedos los delicados huesecillos que conformaban su estructura. Sentía su vulnerabilidad y el placer que da el poder de quitar la vida. Apretaba con más fuerza su cuerpo tibio y suave cuando de repente algo sucedió, la vi tan pequeña e indefensa, con tanto miedo a morir, solitaria y atrapada, que tuve compasión de ella, la saqué por la ventana y la solté. Esperaba que se fuera volando enseguida y sin embargo, cayó al suelo, inmóvil, rígida, con la mirada petrificada de quien ve pasar volando la muerte. Me asusté, cerré rápidamente la cortina y comencé a limpiar todo el reguero.