domingo, 12 de diciembre de 2010

La luz nacerá de las tinieblas

Si quitares de en medio de ti el yugo,
el dedo amenazador, 
y el hablar vanidad;
y si dieres tu pan al hambriento, 
y saciares al alma afligida,
en las tinieblas nacerá tu luz, 
y tu oscuridad será como el mediodía.


Isaías 58, 9-10




Hace tiempo vengo pensando en escribir un post de cierre de este año y no logro encontrar el tono apropiado, quizás porque yo misma estoy politonal. Este es sin duda uno de esos años en los que las biografías de los ilustres marcan un antes y un después, un hito, como lo llaman.

Me sabe a  nada la voz del optimismo ante una realidad que parece sobrepasarnos, las frases “el año que viene será mejor”, “dicha y prosperidad”, ”Felices fiestas”, se me atragantan. Sin embargo, contrario al pesimismo que a veces llevo a cuestas, la voz de la nube negra tampoco me funciona. Decir “ha sido espantoso este año de mierda” “Por mucho, el peor año de mi vida”  no le hace justicia a mi historia y a lo mucho que he recibido en estos doce meses. Parece entonces que los polos le dan paso a una voz más serena y recogida, más unitaria y no por ello menos sentida.

En estos días en donde la Navidad parece opacada por la desolación que han dejado las aguas revueltas, contemplo la imagen de lo frágil, lo pequeño, lo sencillo del niño en el pesebre, la posibilidad que surge desde lo poco. Ante eso  me rindo, me lleno de ternura,  suelto mis cargas. Veo a los que han perdido su hogar, recuerdo amigos que han perdido recién  a seres queridos, recuento mis propias pérdidas, y me siento cercana en la adversidad, igual de pequeña pero hermanada en la espera de la luz después de una noche que nunca es eterna. Paso revista a las ganancias, más difíciles de reportar, porque son frutos del Espíritu, zancadas del alma que se acelera. El balance suma cero. Podría morir en este instante sin la sensación de algo pendiente y  con el poema de Nervo en los labios:

Amé, fui amada, el sol acarició mi faz.
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

Cuando pasen los años y recuerde éste que termina, quizás tenga una perspectiva más amplia para componer un relato autobiográfico:

Año 2010, Vargas Llosa ganaba el nobel de literatura, mientras el embate de las lluvias llenaba los titulares de los periódicos y me impedía llegar al taller de narrativa en el que a duras penas trataba tercamente de escribir…

El 2010 fue un año en el que las filas de los santos se engrosaron con algunos nombres cercanos y queridos, mientras al otro lado del Atlántico, la luz de una nueva vida venía a llenar de alegría mi corazón…

2010, más que nunca la palabra se afianzó como alimento, sobre todo cuando llegó el día en que el único trigo que me permitía ingerir era el pan eucarístico…

En aquel tiempo, me encontraría por primera vez ante los Ejercicios Espirituales ignacianos, mientras la Psicoterapia y las Moradas de Santa Teresa hacían lo suyo…

Aquel año mi vida daría un giro inesperado. A mis treinta y cinco me encontraba de pronto divorciada y convaleciente, con cicatrices en el cuerpo y en el alma...

Terminaba la primera década del segundo milenio con el comienzo del camino de regreso a mí misma después de un largo viaje. Cómo aquel en el que Perséfone luego de ser obligada a bajar al Averno y transitar por las tinieblas, se convierte en puente conector entre el mundo y el inframundo, donde se tejen los misterios de transformación...

Ha sido peculiar este año, año de hiel, año de bálsamo, intenso y numinoso. Espero la Navidad, que no es otra cosa que el nacimiento de la Luz del mundo en medio de las sombras. Que así sea.