lunes, 8 de octubre de 2012

¿Y ahora por dónde?

Cuando ocurre una desilusión, la fe se tambalea y las fuerzas menguan. Y surge la pregunta ¿y ahora qué? ¿cómo sigo con esto? ¿Me voy? ¿A dónde, a qué? ¿Me entrego a la indolencia? ¿Tiro la toalla? También surge la tentación de culpar a los otros, si no hubiese sido por…, me robaron, me hicieron trampa, me engañaron.  Y por supuesto la soberbia que no falta: ¿cómo pueden ser tan brutos?, tienen el rancho en la cabeza, la ignorancia es el mal de los pueblos, ¿cómo pueden pensar sólo en ellos mismo?, etc.
Tengo la dificultad  de no poder disfrutar de la euforia colectiva, del optimismo extremo y la fe apasionada, de no  poder admirar a los políticos como si fueran estrellas del pop y poner afiches de ellos en mi casa. Esto me deja, en este aspecto, por fuera de la idiosincrasia venezolana. Mi fe es más austera, sostenida a veces a fuerza de voluntarismo, porque ante el pesimismo empedernido, sólo el tesón de querer creer  es  a  veces lo único que funciona. Lo que sí es cierto es que no hay que perder la perspectiva, una cosa es la posibilidad, la probabilidad, el deseo y otra cosa el delirio. Había posibilidades de ganar y de perder y había que estar preparados para ambas. Al fin y al cabo ¿Qué garantías se tenían? ¿Los comentarios del propio círculo?, ¿Lo que decía el canal de televisión de la propia tendencia?, ¿Las dudas de algún pariente del otro bando? ¿La concurrencia a los eventos? ¿La disparidad en las encuestas? Todo era posible y eso lo sabíamos. Cantar fraude es irresponsable y además incoherente con el hecho de ir a votar desconfiando del sistema electoral. Todos queremos ganar cuando apostamos por una opción que nos parece justa y correcta. Pero la democracia está para expresar una voluntad, independientemente de si se gana o no de manera puntual. Democracia es el derecho a opinar y tener voz, así esa opinión luego no concuerde con la mayoría que al final es la que decanta la decisión. Nadie que le guste el deporte se plantea no volver al estadio porque su equipo pierda, así lo haga consecuentemente. Quieres democracia, vota, no hay otra opción.
Los resultados de las elecciones presidenciales en Venezuela ponen en evidencia la decisión de un pueblo que por las razones que sea decide optar por repetir. Una repetición que es compulsiva desde el punto de vista de los otros que ven la repetición como un daño que los que repiten se hacen a sí mismos y al prójimo. Y puede que sea cierto, pero tener la razón a veces no sirve de mucho. No se puede hablar de cambio cuando no se reconoce al otro como igual, cuando se cree que por tener la razón se es superior, cuando existe la imposibilidad de ponerse en el lugar de los otros y comprender sus miserias sabiendo que todos tenemos las nuestras. No se puede invocar el cambio coleándose en la fila de votación porque se encontró a un panita, ni dejando la basura tirada en la calle.
¿No se entiende cómo 7 millones de personas toman otra vez la misma opción? Pues va a tocar entenderlo, va tocar escuchar y no insultar, no tratar de confrontar aunque haya provocación.  Va a tocar intentar otra vía distinta al argumento, más empática. Va a tocar no nombrar al santo demasiado omnipresente, ni siquiera al pecado, sino con la mejor de las técnicas de rodeo, proponer la enmienda,  hacer propuestas de creación, enseñar a la gente a que si quiere pedir, que aprenda a pedir bien, a exigir a sus gobernantes lo que se merece. Invitar a construir, pero no sobre un modelo prefabricado sino sobre una base común que dé margen a lo desconocido, a lo nuevo y donde haya intención verdadera de unión en la diferencia. Quizás haya incluso que  dejar de llamarse opositores y ponerse un nombre más sugerente, generar confianza con acciones y gestos, que de las palabras y las especulaciones ya estamos cansados. Y sobre todo erradicar la bipolaridad, esa de los dos polos, los dos países, los dos delirios y también la otra, la que pasó de la euforia a la depresión en 24 horas.
Hay mucho trabajo por delante y el tiempo apremia, cada quien desde lo pequeño  y desde el lugar en donde está que se pregunte cuál puede ser su contribución y qué tiene que aprender de toda esta experiencia. No se trata de consuelo de tontos ni optimismo comeflor sino de dejar de lloriquear y  plantarse con temple y responsabilidad para  hacer lo que se tiene que hacer.