Tengo la dificultad de no poder disfrutar de la euforia colectiva,
del optimismo extremo y la fe apasionada, de no
poder admirar a los políticos como si fueran estrellas del pop y poner afiches
de ellos en mi casa. Esto me deja, en este aspecto, por fuera de la idiosincrasia
venezolana. Mi fe es más austera, sostenida a veces a fuerza de voluntarismo, porque
ante el pesimismo empedernido, sólo el tesón de querer creer es a veces lo único que funciona. Lo que sí es
cierto es que no hay que perder la perspectiva, una cosa es la posibilidad, la
probabilidad, el deseo y otra cosa el delirio. Había posibilidades de ganar y de
perder y había que estar preparados para ambas. Al fin y al cabo ¿Qué garantías
se tenían? ¿Los comentarios del propio círculo?, ¿Lo que decía el canal de
televisión de la propia tendencia?, ¿Las dudas de algún pariente del otro bando?
¿La concurrencia a los eventos? ¿La disparidad en las encuestas? Todo era
posible y eso lo sabíamos. Cantar fraude es irresponsable y además incoherente
con el hecho de ir a votar desconfiando del sistema electoral. Todos queremos
ganar cuando apostamos por una opción que nos parece justa y correcta. Pero la
democracia está para expresar una voluntad, independientemente de si se gana o
no de manera puntual. Democracia es el derecho a opinar y tener voz, así esa
opinión luego no concuerde con la mayoría que al final es la que decanta la
decisión. Nadie que le guste el deporte se plantea no volver al estadio porque
su equipo pierda, así lo haga consecuentemente. Quieres democracia, vota, no
hay otra opción.
Los resultados de las elecciones
presidenciales en Venezuela ponen en evidencia la decisión de un pueblo que por
las razones que sea decide optar por repetir. Una repetición que es compulsiva
desde el punto de vista de los otros que ven la repetición como un daño que los
que repiten se hacen a sí mismos y al prójimo. Y puede que sea cierto, pero
tener la razón a veces no sirve de mucho. No se puede hablar de cambio cuando
no se reconoce al otro como igual, cuando se cree que por tener la razón se es
superior, cuando existe la imposibilidad de ponerse en el lugar de los otros y
comprender sus miserias sabiendo que todos tenemos las nuestras. No se puede
invocar el cambio coleándose en la fila de votación porque se encontró a un
panita, ni dejando la basura tirada en la calle.
¿No se entiende cómo 7 millones
de personas toman otra vez la misma opción? Pues va a tocar entenderlo, va
tocar escuchar y no insultar, no tratar de confrontar aunque haya provocación. Va a tocar intentar otra vía distinta al
argumento, más empática. Va a tocar no nombrar al santo demasiado omnipresente,
ni siquiera al pecado, sino con la mejor de las técnicas de rodeo, proponer la
enmienda, hacer propuestas de creación, enseñar
a la gente a que si quiere pedir, que aprenda a pedir bien, a exigir a sus
gobernantes lo que se merece. Invitar a construir, pero no sobre un modelo
prefabricado sino sobre una base común que dé margen a lo desconocido, a lo
nuevo y donde haya intención verdadera de unión en la diferencia. Quizás haya
incluso que dejar de llamarse opositores
y ponerse un nombre más sugerente, generar confianza con acciones y gestos, que
de las palabras y las especulaciones ya estamos cansados. Y sobre todo
erradicar la bipolaridad, esa de los dos polos, los dos países, los dos
delirios y también la otra, la que pasó de la euforia a la depresión en 24
horas.
Hay mucho trabajo por delante y
el tiempo apremia, cada quien desde lo pequeño y desde el lugar en donde está que se pregunte
cuál puede ser su contribución y qué tiene que aprender de toda esta
experiencia. No se trata de consuelo de tontos ni optimismo comeflor sino de
dejar de lloriquear y plantarse con temple
y responsabilidad para hacer lo que se
tiene que hacer.